viernes, 22 de noviembre de 2013

La sonrisa de Carlsen




Carlsen es un jugador noruego que, en ciertas ocasiones, sonríe. Generalmente ante una movida errática de su rival o tal vez para eludir los evidentes nervios que un match por el título de campeón del mundo provocan.

En este caso la sonrisa llegó luego de que su rival indio Anand, actual campeón del mundo por solo un par de minutos mas, moviera su rey nuevamente a la casilla g8 para provocar tablas por repetición, ofreciéndole el medio punto que el noruego necesita para estirar su diferencia a 3 puntos cuando a este match por el título le quedan dos partidas. Pero la oferta no convence al europeo que, ante la mirada de toda la ciudad natal de su rival (antes Madras, ahora Chennai) va por la victoria. Quiere ganar porque sabe que puede, porque en este match no conoció la derrota, porque está a punto de ser el campeón mas joven de la historia detrás de Kasparov, porque sabe que ya es campeón.

Mientras tanto el gran Anand, que hace varios días que no sonríe, ve caer su reinado tras 6 años de ganarle a todos. Y tal vez la caída no duela tanto. No solo porque dobla en edad a su rival de hoy, ni tampoco porque sus compatriotas son testigos de la caída en su casa, sino porque sabe que esta perdiendo ante el mejor. Tal vez por eso resigne la idea de una victoria en este match point y le ofrezca de modo elegante a su retardor la chance de terminar esto de una buena vez. Pero, tal cual afirmamos, el retador tiene otros planes.

Antes de ganar el derecho de retar al campeón actual a través del torneo de candidatos prácticamente  por milagro  (igualó a Kramnik en el primer puesto,  pero lo superó  en cantidad de victorias según  el criterio de desempate) Carlsen ya era una figura de importancia en el mundo ajedrecistico mundial. Consiguió su título de gran maestro a los 13 años y 6 años después se aferró al primer puesto del ranking de la FIDE iniciando una colección de récords que asombra: fue el gran maestro más joven al momento de obtener el título y tiene en su haber el ranking de ELO (puntaje sobre el cual se determina ranking) más alto de la historia  superando en 21 puntos al obtenido por Kasparov. 

Del otro lado del tablero se encuentra un rey que acaricia su ocaso. Anand sabe de estos trotes,  defendió su corona sorteando 3 formatos de torneo distintos, pero en este match se cruzó con una máquina que lo supera.  Tal vez por eso renuncie a la idea de la victoria  que obligue dos juegos más y tal vez por eso no lo angustia tanto caer en la tierra que lo vió nacer y dar sus primeros pasos en el tablero.  Anand sabe que cae contra el mejor. 

Carlsen ve a su rival entregado,  rechaza la oferta de tablas y quiere ganar, perdona un grave error de su rival,  le devuelve la gentileza un par de jugadas más tarde y luego, tras más de 4 horas de partida logra el ansiado medio punto que tuvo a su disposición 4 horas antes, se proclama campeón devolviendo la corona a Europa y decreta el comienzo de una prometedora hegemonía. 

El Mozart del ajedrez evidentemente tiene motivos de sobra para sonreír. 



Guille 

viernes, 20 de septiembre de 2013

Intercambio Epistolar II


Buenos Aires 21 de Septiembre de 1956

 Querida Ofelia:


En este preciso instante el reloj marca las 5 y media de la madrugada y en esta habitación no se escucha nada mas que el sonido de los grillos que se animan a visitar el destacamento. Tal vez los seduce la idea de verme ya tan destruido por esta circunstancia tan perversa que algunos llaman servicio militar.
 
Es mi sexta semana aquí adentro y las cosas no mejoran, es evidente que mi presencia en este lugar encierra algo mas que mi persona. Usted me advirtió que mi actividad política durante estos turbulentos meses podría traerme problemas, y veo hastiado que su pronóstico se cumplió al pie de la letra.   
Solo tengo guardias que gritan y cadetes que golpean entrenando mecanismos de tortura para convertirse en grandes oficiales.
Lo que me mantiene a salvo de esta locura es el recuerdo de sus ojos, el simple hecho de saber que tal vez falte muy poco para volver a verlos, para volver a verla.
 
Las semanas previas a este falso reclutamiento estuvieron marcadas por nuestros encuentros, cada vez más bellos como enigmáticos. Se que usted cree que mi relación con Elena excede una simple amistad,  pero se equivoca y lo sabe. No existe objeto más bello en este mundo que se anime a competir con su mirada.  Pero su desconfianza pudo más y nuestra breve despedida fue sólo eso,  breve y distante como una distancia que pronosticaba está nueva distancia, ahora física y real.  Tal vez la distancia y el desacuerdo sean los protagonistas principales de esta relación, quisiera creer que no,  que hay un sol igual a este qué estoy esperando durante esta helada y oscura madrugada dentro de esta helada y oscura celda.
 
Elena Ofelia,  estoy inmerso en esta incertidumbre espantosa y no quiero sumarle otra peor,  quiero saber que nosotros seguimos siendo dos, puedo imaginarme todos los castigos y detenciones, incluso puedo animarme a hacerles frente,  pero lo que me es imposible imaginar es un mundo sin su sol.
 
Usted ya sabe que detesto el invierno. El frío es una de las peores sensaciones que padecí, pero lo que me dolía no era precisamente la sensación sino la idea de su eternidad. A veces creemos que los dolores son eternos y no cíclicos como efectivamente son, como efectivamente es la vida. Por mas que, muertos de frió sospechemos que esa sensación será eterna, el almanaque se encargará de demostrar lo contrario y algún día será primavera.
 
Es por ello que le ruego una respuesta, en honor a esas bellas tardes y hermosos recuerdos y para que este invierno se vaya de una vez por todas. Que vuelva a salir el sol entre nosotros, ese sol que ahora se burla de esta fría ventana y comienza lentamente a dar la cara. Ojalá usted lo esté viendo en este instante, ahí está. Esta saliendo el sol, el invierno se va.
 
Ya salió el sol,nuestro sol.
 
 
 
Mateo
 
 
 



viernes, 16 de agosto de 2013

Intercambio Epistolar

Estimada Ofelia

No se imagina el temblor que pasa por mis manos al momento de escribir estas palabras. Me resulta extremadamente complicado hilvanar alguna oración ligeramente aceptable y esta hoja en blanco no hace mas que acentuar tantas décadas, tantas vidas, tantos nietos,  tanta memoria insistiendo...

Pero vale la pena hacer un intento para al menos ordenar estos pensamientos que hace algunos días recaen y se presentan ante mi mente sin mas orden de allanamiento que el recuerdo de su perfume durante aquellos años. Aquellos años... 

Los acontecimientos que precedieron a la decisión de escribirle tienen que ver con una ausencia. 

Le comento, hace dos años enviudé y desde ese entonces intenté convivir con la soledad, acompañarla, encontrarle la vuelta. Fue un proceso complejo, imagínese. Solo tengo mi radio, mis libros y alguna que otra carta de algún alumno o ex colega. Mis hijos ya no aparecen por este lugar, esta casa enorme tan vacia no los seduce mas que para calcular su valor y esperar...

No es mi intención abrumarla con esta sinfonía de lamentos, solo falta el último suceso. 

Le sigo contando. En algún momento las tristezas ceden, es una consecuencia lógica de todas las sensaciones que vagan por este mundo, en mi caso fue una helada mañana de julio. 
Mi rutina se vió interrumpida por una invasiva ganas de salir de esa casa, de escaparme para ser mas precisos. El olor a varias vidas, a varios llantos me ahogó y tuve que abrigarme como pude para afrontar el frio invierno. Ya en la calle decidí caminar rumbo a la plaza, le aviso que sigue exactamente igual que en los tiempos previos a su partida hace ya tantas décadas. La plaza era mi destino favorito en los tiempos en los cuales Elena aun estaba a mi lado, el ajedrez y el sol es tan bella combinación que consigue vencer cualquier circunstancia climática adversa.

Tal vez esta sea la causa por la cual elegí la plaza como destino para escapar de ese pánico furioso y al llegar recordé. Estas son las ventajas de permanecer en un mismo barrio durante toda una vida. No solo recordé las largas partidas de ajedrez, ni las horas hamacando hijos y nietos. También recordé el lugar que me devolvió algo de paz. Fué el momento en el cual me acerqué a nuestro banco, aquel donde le escribía todo lo que con voces era incapaz de decirle. Usted recordará las hojas y cuadernos escritos con ese banco como testigo como alojamiento de dos mitades de amor que se complementaban tan bien... Pero bueno, luego vino su viaje y nuestras vidas por separado hasta hoy...

Ofelia, aquel banco me pidió a gritos que la busque, que intente llegar a usted, no se conforma con solo una mitad de ese amor, la ausencia que tuve a mi lado fue insoportable. Por eso estoy aquí a través de estas líneas. Sé que hace algunos meses regresó a Buenos Aires y me encantaría al menos tener una respuesta para que estas manos, que aun tiemblan, encuentren la excusa perfecta para volver a escribirle en nombre de aquel amor adolescente.

Solo eso le pido, que imagine mis manos, que imagine...

Sinceramente suyo


viernes, 2 de agosto de 2013

Cuento de la semana: "La noche boca arriba" de Julio Cortazar

 
Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
 le llamaban la guerra florida.


A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

domingo, 23 de junio de 2013

Luz intermitente

 
"...Y me verás inútil demente inconscientemente
Yo pisaré tu cama de fosas y no mariposas
Resolveré la última prosa"
Lisandro Aristimuño





El mal entendido mas bello de todos

La caricia que lastima

El color que se esfuma

La mariposa que se nos muere sin aprender a volar

El diálogo de dos mudos

La exageración de los poetas

El insulto de dos sordos

La ausencia como tortura

El silencio que aturde a los gritos

La constitución de cursilerías esperando

El mejor de los ejemplos

La peor lección

El pack ilimitado de oportunidades

La moraleja de los temporales

El simposio de idealizaciones

La lógica que no encuentra lugar en esta historia

El negocio menos rentable del mundo

La revolución que no se rinde

El fracaso de lo imposible





La luz...                        que aun no decide apagarse




Guille


martes, 28 de mayo de 2013

viernes, 24 de mayo de 2013

El Peso de los Libros


Escribo una historia que alguna vez escuché y me gusto mucho:


Cuenta la historia que a comienzos del siglo anterior, un jovén arquitecto de Nueva York recibió un trabajo. Consistia en construir un edificio que funcione como la biblioteca mas hermosa e imponente de la historia, debía ser el símbolo o emblema de la supuesta y soberbia supremacia cultural e intelectual de Estados Unidos.

El joven arquitecto, con un gran entusiasmo, una gran capacidad de imaginación y una enorme expectativa, puso manos a la obra y diseñó un edificio que obedecia a las características encomendadas. Tenia 6 pisos, era gigante desde donde se mire, imponía respeto y un mar de conocimientos y sabiduría.

Las ventanas, los marcos, la estrucutura era fascinante, se perfilaba para ser un edificio bibliotecario modelo. Pero con el correr del primer año, el edificio fue descendiendo 10 cm, con el segundo año fueron 15 cm. A los 3 años perdió mas centimetros y poco tiempo despues, finalmente se derrumbó.

El joven arquitecto, entre lagrimas no podia comprender como su obra y la construcción de su imaginación finalizó en escombros, repasó todos los pasos hasta que, en medio de una mirada de resignación entendio que fue lo que ocurrió, olvidó calcular el peso de los libros...




Guille



viernes, 19 de abril de 2013

Cuento de la semana: "Patrón" de Abelardo Castillo




La vieja Tomasina, la partera se lo dijo, tas preñada, le dijo, y ella sintió un miedo oscuro y pegajoso: llevar una criatura aden­tro como un bicho enrollado, un hijo, que a lo mejor un día iba a tener los mismos ojos duros, la misma piel áspera del viejo. Estás segura, Tomasina, preguntó, pero no preguntó: asintió. Porque ya lo sabía; siempre supo que el viejo iba a salirse con la suya. Pero m’hija, había dicho la mujer, llevo anunciando más partos que po­tros tiene tu marido. La miraba. Va a estar contento Anteno, agre­gó. Y Paula dijo sí, claro. Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía cuatro años, también había dicho:
–Sí, claro.
Esa tarde quería decir que aceptaba ser la mujer de don Antenor Domínguez, el dueño de La Cabriada: el amo.
–Mire que no es obligación. –La abuela de Paula tenía los ojos bajos y se veía de lejos que sí, que era obligación. –Ahora que usté sabe cómo ha sido siempre don Anteno con una, lo bien que se portó de que nos falta su padre. Eso no quita que haga su voluntad.
Sin querer, las palabras fueron ambiguas; pero nadie duda­ba de que, en toda La Cabriada, su voluntad quería decir siempre lo mismo. Y ahora quería decir que Paula, la hija de un puestero de la estancia vieja –muerto, achicharrado en los corrales por salvar la novillada cuando el incendio aquel del 30– podía ser la mujer del hombre más rico del partido, porque, un rato antes, él había entra­do al rancho y había dicho:
–Quiero casarme con su nieta –Paula estaba afuera, dán­doles de comer a las gallinas; el viejo había pasado sin mirarla. –Se me ha dado por tener un hijo, sabes. –Señaló afuera, el cam­po, y su ademán pasó por encima de Paula que estaba en el patio, como si el ademán la incluyera, de hecho, en las palabras que iba a pronunciar después. –Mucho para que se lo quede el gobierno, y muy mío. ¿Cuántos años tiene la muchacha?
–Diecisiete, o dieciséis –la abuela no sabía muy bien; tampoco sabía muy bien cómo hacer para disimular el asombro, la alegría, las ganas de regalar, de vender a la nieta. Se secó las manos en el delantal.
El dijo:
–Qué me miras. ¿Te parece chica? En los bailes se arquea para adelante, bien pegada a los peones. No es chica. Y en la casa grande va a estar mejor que acá. Qué me contestas.
–Y yo no sé, don Anteno. Por mí no hay… –y no alcanzó a decir que no había inconveniente porque no le salió la palabra. Y entonces todo estaba decidido. Cinco minutos después él salió del rancho, pasó junto a Paula y dijo “vaya, que la vieja quiere hablar­la”. Ella entró y dijo:
–Sí, claro.
Y unos meses después el cura los casó. Hubo malicia en los ojos esa noche, en el patio de la estancia vieja. Vino y asado y malicia. Pau­la no quería escuchar las palabras que anticipaban el miedo y el dolor.
–Un alambre parece el viejo.
Duro, retorcido como un alambre, bailando esa noche, de­mostrando que de viejo sólo tenía la edad, zapateando un malambo hasta que el peón dijo está bueno, patrón, y él se rió, sudado, brillándole la piel curtida. Oliendo a padrillo.
Solos los dos, en sulky la llevó a la casa. Casi tres leguas, solos, con todo el cielo arriba y sus estrellas y el silencio. De golpe, al subir una loma, como un aparecido se les vino encima, torva, la silueta del Cerro Negro. Dijo Antenor:
–Cerro Patrón.
Y fue todo lo que dijo.
Después, al pasar el último puesto, Tomás, el cuidador, lo saludó con el farol desde lejos. Cuando llegaron a la casa, Paula no vio más que a una mujer y los perros. Los perros que se abalanzaban y se frenaron en seco sobre los cuartos, porque Antenor los enmu­deció, los paró de un grito. Paula adivinó que esa mujer, nadie más, vivía ahí dentro. Por una oscura asociación supo también que era ella quien cocinaba para el viejo: el viejo le había preguntado “comieron”, y señaló los perros.
Ahora, desde la ventana alta del caserón se ven los pinos, y los perros duermen. Largos los pinos, lejos.
–Todo lo que quiero es mujer en la casa, y un hijo, un macho en el campo –Antenor señaló afuera, a lo hondo de la noche agujereada de grillos; en algún sitio se oyó un relincho–. Vení, arrímate.
Ella se acercó.
–Mande –le dijo.
–Todo va a ser para él, entendés. Y también para vos. Pero anda sabiendo que acá se hace lo que yo digo, que por algo me he ganao el derecho a disponer. –Y señalaba el campo, afuera, hasta mucho más allá del monte de eucaliptos, detrás de los pinos, has­ta pasar el cerro, abarcando aguadas y caballos y vacas. Le tocó la cintura, y ella se puso rígida debajo del vestido. –Veintiocho años tenía cuando me lo gané –la miró, como quien se mete dentro de los ojos–, ya hace arriba de treinta.
Paula aguantó la mirada. Lejos, volvió a escucharse el relin­cho. El dijo:
–Vení a la cama.


II
No la consultó. La tomó, del mismo modo que se corta una fruta del árbol crecido en el patio. Estaba ahí, dentro de los límites de sus tierras, a este lado de los postes y el alambrado de púas. Una noche –se decía–. muchos años antes, Antenor Domínguez subió a caballo y galopó hasta el amanecer. Ni un minuto más. Porque el trato era “hasta que amanezca”, y él estaba acostumbrado a estas cláusulas viriles, arbitrarias, que se rubricaban con un apretón de manos o a veces ni siquiera con eso.
–De acá hasta donde llegues –y el caudillo, mirando al hombre joven estiró la mano, y la mano, que era grande y dadivosa, quedó como perdida entre los dedos del otro–. Clavas la estaca y te volvés. Lo alambras y es tuyo.
Nadie sabía muy bien qué clase de favor se estaba cobrando Antenor Domínguez aquella noche; algunos, los más suspicaces, ase­guraban que el hombre caído junto al mostrador del Rozas tenía algo que ver con ese trato: toda la tierra que se abarca en una noche de a caballo. Y él salió, sin apuro, sin ser tan zonzo como para re­ventar el animal a las diez cuadras. Y cuando clavó la estaca empezó a ser don Antenor. Y a los quince años era él quien podía, si cuadra­ba, regalarle a un hombre todo el campo que se animara a cabalgar en una noche. Claro que nunca lo hizo. Y ahora habían pasado trein­ta años y estaba acostumbrado a entender suyo todo lo que había de este lado de los postes y el alambre. Por eso no la consultó. La cortó.
Ella lo estaba mirando. Pareció que iba a decir algo, pero no habló. Nadie, viéndola, hubiera comprendido bien este silencio: la muchacha era una mujer grande, ancha y poderosa como un ani­mal, una bestia bella y chucara a la que se le adivinaba la violencia debajo de la piel. El viejo, en cambio, flaco, áspero como una rama.
–Contesta, che. ¡Contesta, te digo! –se le acercó. Paula sentía ahora su aliento junto a la cara, su olor a venir del campo. Ella dijo:
–No, don Anteno.
–¿Y entonces? ¿Me querés decir, entonces…?
Obedecer es fácil, pero un hijo no viene por más obediente que sea una, por más que aguante el olor del hombre corriéndole por el cuerpo, su aliento, como si entrase también, por más que se quede quieta boca arriba. Un año y medio boca arriba, viejo macho de sementera. Un año y medio sintiéndose la sangre tumultuosa galopándole el cuerpo, queriendo salírsele del cuerpo, saliendo y encontrando sólo la dureza despiadada del viejo. Sólo una vez lo vio distinto; le pareció distinto. Ella cruzaba los potreros, buscándolo, y un peón asomó detrás de una parva; Paula había sentido la mira­da caliente recorriéndole la curva de la espalda, como en los bailes, antes. Entonces oyó un crujido, un golpe seco, y se dio vuelta. Antenor estaba ahí, con el talero en la mano, y el peón abría la boca como en una arcada, abajo, junto a los pies del viejo. Fue esa sola vez. Se sintió mujer disputada, mujer nomás. Y no le importó que el viejo dijera yo te voy a dar mirarme la mujer, pión rotoso, ni que dijera:
–Y vos, qué buscas. Ya te dije dónde quiero que estés.
En la casa, claro. Y lo decía mientras un hombre, todavía en el suelo, abría y cerraba la boca en silencio, mientras otros hom­bres empezaron a rodear al viejo ambiguamente, lo empezaron a rodear con una expresión menos parecida al respeto que a la ame­naza. El viejo no los miraba:
–Qué buscas.
–La abuela –dijo ella–. Me avisan que está mala –y repentinamente se sintió sola, únicamente protegida por el hombre del talero; el hombre rodeado de peones agresivos, ambiguos, que ahora, al escuchar a la muchacha, se quedaron quietos. Y ella com­prendió que, sin proponérselo, estaba defendiendo al viejo.
–Qué miran ustedes –la voz de Antenor, súbita. El viejo sabía siempre cuál era el momento de clavar una estaca. Los miró y ellos agacharon la cabeza. El capataz venía del lado de las cabañas, gritando alguna cosa. El viejo miró a Paula, y de nuevo al peón que ahora se levantaba, encogido como un perro apaleado–. Si andas alzado, en cuanto me dé un hijo te la regalo.


III
A los dos años empezó a mirarla con rencor. Mirada de es­tafado, eso era. Antes había sido impaciencia, apuro de viejo por tener un hijo y asombro de no tenerlo: los ojos inquisidores del viejo y ella que bajaba la cabeza con un poco de vergüenza. Después fue la ironía. O algo más bárbaro, pero que se emparentaba de algún modo con la ironía y hacía que la muchacha se quedara con la vista fija en el plato, durante la cena o el almuerzo. Después, aquel insul­to en los potreros, como un golpe a mano abierta, prefigurando la mano pesada y ancha y real que alguna vez va a estallarle en la cara, porque Paula siempre supo que el viejo iba a terminar golpeando. Lo supo la misma noche que murió la abuela.
–O cuarenta y tantos, es lo mismo.
Alguien lo había dicho en el velorio: cuarenta y tantos. Los años de diferencia, querían decir. Paula miró de reojo a Antenor, y él, más allá, hablando de unos cueros, adivinó la mirada y entendió lo que todos pensaban: que la diferencia era grande. Y quién sabe entonces si la culpa no era de él, del viejo.
–Volvemos a la casa –dijo de golpe.
Ésa fue la primera noche que Paula le sintió olor a caña. Después –hasta la tarde aquella, cuando un toro se vino resoplan­do por el andarivel y hubo gritos y sangre por el aire y el viejo se quedó quieto como un trapo– pasó un año, y Antenor tenía siem­pre olor a caña. Un olor penetrante, que parecía querer meterse en las venas de Paula, entrar junto con el viejo. Al final del tercer año, quedó encinta. Debió de haber sido durante una de esas noches furi­bundas en que el viejo, brutalmente, la tumbaba sobre la cama, como a un animal maneado, poseyéndola con rencor, con desespe­ración. Ella supo que estaba encinta y tuvo miedo. De pronto sin­tió ganas de llorar; no sabía por qué, si porque el viejo se había sa­lido con la suya o por la mano brutal, pesada, que se abría ahora: ancha mano de castrar y marcar, estallándole, por fin, en la cara.
–¡Contesta! Contéstame, yegua.
El bofetón la sentó en la cama; pero no lloró. Se quedó ahí, odiando al hombre con los ojos muy abiertos. La cara le ardía.
–No –dijo mirándolo–. Ha de ser un retraso, nomás. Como siempre.
–Yo te voy a dar retraso –Antenor repetía las palabras, las mordía–. Yo te voy a dar retraso. Mañana mismo le digo al Fabio que te lleve al pueblo, a casa de la Tomasina. Te voy a dar retraso.
La había espiado seguramente. Había llevado cuenta de los días; quizá desde la primera noche, mes a mes, durante los tres años que llevó cuenta de los días.
–Mañana te levantas cuando aclare. Acostate ahora.
Una ternera boca arriba, al día siguiente, en el campo. Paula la vio desde el sulky, cuando pasaba hacia el pueblo con el viejo Fabio. Olor a carne quemada y una gran “A”, incandescente, cha­muscándole el flanco: Paula se reconoció en los ojos de la ternera.
Al volver del pueblo, Antenor todavía estaba ahí, entre los peones. Un torito mugía, tumbado a los pies del hombre; nadie como el viejo para voltear un animal y descornarlo o caparlo de un tajo. Antenor la llamó, y ella hubiera querido que no la llamase: hubiera querido seguir hasta la casa, encerrarse allá. Pero el viejo la llamó y ella ahora estaba parada junto a él.
–Ceba mate. –Algo como una tijera enorme, o como una tenaza, se ajustó en el nacimiento de los cuernos del torito. Paula frunció la cara. Se oyeron un crujido y un mugido largo, y del hueso brotó, repentino, un chorro colorado y caliente. –Qué fruncís la jeta, vos.
Ella le alcanzó el mate. Preñada, había dicho la Tomasina. Él pareció adivinarlo. Paula estaba agarrando el mate que él le devolvía, quiso evitar sus ojos, darse vuelta.
–Che –dijo el viejo.
–Mande –dijo Paula.
Estaba mirándolo otra vez, mirándole las manos anchas, llenas de sangre pegajosa: recordó el bofetón de la noche anterior. Por el andarivel traían un toro grande, un pinto, que bufaba y ha­cía retemblar las maderas. La voz de Antenor, mientras sus manos desanudaban unas correas, hizo la pregunta que Paula estaba te­miendo. La hizo en el mismo momento que Paula gritó, que todos gritaron.
–¿Qué te dijo la Tomasina? –preguntó.
Y todos, repentinamente, gritaron. Los ojos de Antenor se habían achicado al mirarla, pero de inmediato volvieron a abrirse, enormes, y mientras todos gritaban, el cuerpo del viejo dio una vuelta en el aire, atropellado de atrás por el toro. Hubo un revuelo de hombres y animales y el resbalón de las pezuñas sobre la tierra. En mitad de los gritos, Paula seguía parada con el mate en la mano, mirando absurdamente el cuerpo como un trapo del viejo. Había quedado sobre el alambrado de púas, como un trapo puesto a secar.
Y todo fue tan rápido que, por encima del tumulto, los sobresaltó la voz autoritaria de don Antenor Domínguez.
–¡Ayúdenme, carajo!


IV
Esta orden y aquella pregunta fueron las dos últimas cosas que articuló. Después estaba ahí, de espaldas sobre la cama, sudan­do, abriendo y cerrando la boca sin pronunciar palabra. Quebrado, partido como si le hubiesen descargado un hachazo en la columna, no perdió el sentido hasta mucho más tarde. Sólo entonces el mé­dico aconsejó llevarlo al pueblo, a la clínica. Dijo que el viejo no volvería a moverse; tampoco, a hablar. Cuando Antenor estuvo en condiciones de comprender alguna cosa, Paula le anunció lo del chico.
–Va a tener el chico –le anunció–. La Tomasina me lo ha dicho.
Un brillo como de triunfo alumbró ferozmente la mirada del viejo; se le achisparon los ojos y, de haber podido hablar, acaso hubiera dicho gracias por primera vez en su vida. Un tiempo des­pués garabateó en un papel que quería volver a la casa grande. Esa misma tarde lo llevaron.
Nadie vino a verlo. El médico y el capataz de La Cabriada, el viejo Fabio, eran las dos únicas personas que Antenor veía. Salvo la mujer que ayudaba a Paula en la cocina –pero que jamás entró en el cuarto de Antenor, por orden de Paula–, nadie más andaba por la casa. El viejo Fabio llegaba al caer el sol. Llegaba y se que­daba quieto, sentado lejos de la cama sin saber qué hacer o qué decir. Paula, en silencio, cebaba mate entonces.
Y súbitamente, ella, Paula, se transfiguró. Se transfiguró cuando Antenor pidió que lo llevaran al cuarto alto; pero ya desde antes, su cara, hermosa y brutal, se había ido transformando. Ha­blaba poco, cada día menos. Su expresión se fue haciendo cada vez más dura –más sombría–, como la de quienes, en secreto, se han propuesto obstinadamente algo. Una noche, Antenor pareció aho­garse; Paula sospechó que el viejo podía morirse así, de golpe, y tuvo miedo. Sin embargo, ahí, entre las sábanas y a la luz de la lám­para, el rostro de Antenor Domínguez tenía algo desesperado, emperradamente vivo. No iba a morirse hasta que naciera el chico; los dos querían esto. Ella le vació una cucharada de remedio en los la­bios temblorosos. Antenor echó la cabeza hacia atrás. Los ojos, por un momento, se le habían quedado en blanco. La voz de Paula fue un grito:
–¡Va a tener el chico, me oye! –Antenor levantó la cara; el remedio se volcaba sobre las mantas, desde las comisuras de una sonrisa. Dijo que sí con la cabeza.
Esa misma noche empezó todo. Entre ella y Fabio lo su­bieron al cuarto alto. Allí, don Antenor Domínguez, semicolgado de las correas atadas a un travesaño de fierro, que el doctor había hecho colocar sobre la cama, erguido a medias podía contemplar el campo. Su campo. Alguna vez volvió a garrapatear con lentitud unas letras torcidas, grandes, y Paula mandó llamar a unos hombres que, abriendo un boquete en la pared, extendieron la ventana hacia abajo y a lo ancho. El viejo volvió a sonreír entonces. Se pasaba horas con la mirada perdida, solo, en silencio, abriendo y cerrando la boca como si rezara –o como si repitiera empecinadamente un nombre, el suyo, gestándose otra vez en el vientre de Paula–, mirando su tierra, lejos hasta los altos pinos, más allá del Cerro Negro. Contra el cielo.
Una noche volvió a sacudirse en un ahogo. Paula dijo:
–Va a tener el chico. El asintió otra vez con la cabeza.
Con el tiempo, este diálogo se hizo costumbre. Cada noche lo repetían.


V
El campo y el vientre hinchado de la mujer: las dos únicas cosas que veía. El médico, ahora, sólo lo visitaba si Paula –de tanto en tanto, y finalmente nunca– lo mandaba llamar, y el mismo Fabio, que una vez por semana ataba el sulky e iba a comprar al pueblo los encargos de la muchacha, acabó por olvidarse de subir al piso alto al caer la tarde. Salvo ella, nadie subía.
Cuando el vientre de Paula era una comba enorme, tirante bajo sus ropas, la mujer que ayudaba en la cocina no volvió más. Los ojos de Antenor, interrogantes, estaban mirando a Paula.
–La eché –dijo Paula.
Después, al salir, cerró la puerta con llave (una llave grande, que Paula llevará siempre consigo, colgada a la cintura), y el viejo tuvo que acostumbrarse también a esto. El sonido de la llave giran­do en la antigua cerradura anunciaba la entrada de Paula –sus pa­sos, cada día más lerdos, más livianos, a medida que la fecha del parto se acercaba–, y por fin la mano que dejaba el plato, mano que Antenor no se atrevía a tocar. Hasta que la mirada del viejo también cambió. Tal vez, alguna noche, sus ojos se cruzaron con los de Paula, o tal vez, simplemente, miró su rostro. El silencio se le pobló entonces con una presencia extraña y amenazadora, que acaso se parecía un poco a la locura, sí, alguna noche, cuando ella venía con la lámpara, el viejo miró bien su cara: eso como un gesto estáti­co, interminable, que parecía haberse ido fraguando en su cara o quizá sólo en su boca, como si la costumbre de andar callada, apre­tando los dientes, mordiendo algún quejido que le subía en pun­tadas desde la cintura, le hubiera petrificado la piel. O ni necesitó mirarla. Cuando oyó girar la llave y vio proyectarse larga la sombra de Paula sobre el piso, antes de que ella dijera lo que siempre decía, el viejo intuyó algo tremendo. Súbitamente, una sensación que nunca había experimentado antes. De pronto le perforó el cerebro, como una gota de ácido: el miedo. Un miedo solitario y poderoso, incomunicable. Quiso no escuchar, no ver la cara de ella, pero adi­vinó el gesto, la mirada, el rictus aquel de apretar los dientes. Ella dijo:
–Va a tener el chico.
Antenor volvió la cara hacia la pared. Después, cada noche la volvía.


VI
Nació en invierno; era varón. Paula lo tuvo ahí mismo. No mandó llamar a la Tomasina: el día anterior le había dicho a Fabio que no iba a necesitar nada, ningún encargo del pueblo.
–Ni hace falta que venga en la semana –y como Fabio se había quedado mirándole el vientre, dijo: –Mañana a más tardar ha de venir la Tomasina.
Después pareció reflexionar en algo que acababa de decir Fabio; él había preguntado por la mujer que ayudaba en la casa. No la he visto hoy, había dicho Fabio.
–Ha de estar en el pueblo –dijo Paula. Y cuando Fabio ya montaba, agregó: –Si lo ve al Tomás, mándemelo. Luego vino Tomás y Paula dijo:
–Podes irte nomás a ver tu chica. Fabio va a cuidar la casa esta semana.
Desde la ventana, arriba, Antenor pudo ver cómo Paula se quedaba sola junto al aljibe. Después ella se metió en la casa y el viejo no volvió a verla hasta el día siguiente, cuando le trajo el chico.
Antes, de cara contra la pared, quizá pudo escuchar algún quejido ahogado y, al acercarse la noche, un grito largo retumban­do entre los cuartos vacíos; por fin, nítido, el llanto triunfante de una criatura. Entonces el viejo comenzó a reírse como un loco. De un súbito manotón se aferró a las correas de la cama y quedó sentado, riéndose. No se movió hasta mucho más tarde.
Cuando Paula entró en el cuarto, el viejo permanecía en la misma actitud, rígido y sentado. Ella lo traía vivo: Antenor pudo escuchar la respiración de su hijo. Paula se acercó. Desde lejos, con los brazos muy extendidos y el cuerpo echado hacia atrás, apartan­do la cara, ella, dejó al chico sobre las sábanas, junto al viejo, que ahora ya no se reía. Los ojos del hombre y de la mujer se encontra­ron luego. Fue un segundo: Paula se quedó allí, inmóvil, detenida ante los ojos imperativos de Antenor. Como si hubiera estado es­perando aquello, el viejo soltó las correas y tendió el brazo libre hacia la mujer; con el otro se apoyó en la cama, por no aplastar al chico. Sus dedos alcanzaron a rozar la pollera de Paula, pero ella, como si también hubiese estado esperando el ademán, se echó hacia atrás con violencia. Retrocedió unos pasos; arrinconada en un án­gulo del cuarto, al principio lo miró con miedo. Después, no. An­tenor había quedado grotescamente caído hacia un costado: por no aplastar al chico estuvo a punto de rodar fuera de la cama. El chico comenzó a llorar. El viejo abrió la boca, buscó sentarse y no dio con la correa. Durante un segundo se quedó así, con la boca abierta en un grito inarticulado y feroz, una especie de estertor mudo e impo­tente, tan salvaje, sin embargo, que de haber podido gritarse habría conmovido la casa hasta los cimientos. Cuando salía del cuarto, Paula volvió la cabeza. Antenor estaba sentado nuevamente: con una mano se aferraba a la correa; con la otra, sostenía a la criatura. Delante de ellos se veía el campo, lejos, hasta el Cerro Patrón.
Al salir, Paula cerró la puerta con llave; después, antes de atar el sulky, la tiró al aljibe.




viernes, 29 de marzo de 2013

Las oportunidades



"Quien te robó el corazón?"



Te pensó, te buscó, te regaló un pedazo de su conciencia para que hagas lo que quieras con ella.

Te escribió, te desnudo con letras, con esas letras tan cursis, pero tan significativas como caminos para llegar a vos, para trabajar esa sonrisa. Contemplarla, contemplarte

Te conmovió, fue hacia vos.

Visualizó la derrota imaginado el golpe, el impacto. Prácticamente la piel se preparó para ser cortada, lastimada. Y aun así no le importó en lo mas mínimo.

Sobrevivió mentiras e indiferencias, siguió escribiendo por el simple motivo de que estas letras no son otra cosa mas que las únicas armas con las que cuenta para retar a duelo a quien se anime a pelearle en este mundo de mierda.

Solo eso tiene y te las entregó todas juntas para vos, para que hagas lo que quieras lo que se te antoje.

Y vos hiciste lo que se te antojó, desparramaste una por una todas las oportunidades que el amablemente te entregó como volantes que piden a gritos no ser arrojados a la vía pública.

Y su idiotez es tan, pero tan inmensa que seria capaz de obsequiarte un millón de oportunidades mas, pero en su mente el escrutinio acerca de vos hoy te juega en contra, no olvida la indiferencia y el poco corazón que ya olvidaste donde está y sufraga a favor de el, a favor de su paz.


Ya está, ya pasó



Guille




viernes, 22 de marzo de 2013

El resto de las hojas

 
 
 
 
 
"Como me haces hablar en el silencio"
 
 
El primer aspecto que lo conmueve es su inmensidad. Es un océano gigante de espacio vacío de la nada vestida de una pureza odiosa, aun es virgen de sentido, de letras y eso lo perturba.
 
El pretende abordarla, gobernar ese espacio colonizando paulatinamente su pureza a través de pequeños pasos.
 
Una guerra de trincheras que comienza en su cabeza, se define en sus ideas buscando la excusa perfecta para empezar a crear sentido, a decirle a la nada que se vaya de una buena vez. El piensa si vale la pena utilizar a ese recuerdo, que ya no es nada, pero que a veces se da el lujo de persistir. Sacrificar la pureza de ella por ella, que solo es nada es ayer, es un pasado triste que miente. Le parece un desperdicio y dice no, la excusa tiene que ser otra.
 
Piensa en los terrores que lo mantienen despierto y en lo sueños que lo duermen pero que no animan a despertarse, a realizarse.
 
Y ahí si, comienza a apuñalarla y ella desangrándose en palabras se convierte en otra cosa. Su pureza queda reducida a una colección de ideas que lentamente ven una luz. Ella agoniza para dar lugar a algo distinto, creado, una extensión de el mismo.
 
El observa su terreno gobernado, se dice a si mismo "bien hecho". Sabe que no es cuestión de cantidad, con gobernar una breve extensión de esa pureza el resto cae por decantación porque ese trozo de sangre azul devenida en términos no es otra cosa que el producto de su imaginación, su terrores, sus miedos, sus felicidades y tragedias.
 
Es la vida misma, la corta vida de una hoja ya muerta pero renaciendo, como aquella mariposa que resurge para conmovernos, aunque sea por un día o una noche. Y en ese día, o en esa noche, nos regala un ejercito de excusas para buscar el resto de las hojas del mundo que falten y, de este modo, intentar atravesarlas de sentido, de ilusiones, convencerlas con las palabras precisas para que dejen de ser esa nada vestida de una absurda pureza para transformarse en el escenario de nuestros actores imaginarios, esas situaciones, esos pensamientos y aquellos sentimientos tan reales que a veces asustan.
 
Es la vida misma, en una hoja en blanco.



Guille

 

viernes, 15 de marzo de 2013

Curso para ser un" Intelectual Cool"



A continuación pasaré a detallar una serie de consejos o claves, para que usted pueda desempeñarse sin ningún tipo de inconveniente en el arte de actuar como un perfecto idiota y parecer el intelectual mas bello de occidente.

Aquí vamos



1) Vocabulario (cantidad) : es muy importante decir en 14 palabras lo que puede decirse en dos, veamos:

"che, que frío que hace no?"

Esto es lo que cualquier ser humano normal diría en una situación climática adversa como la mencionada. Ahora bien nuestro intelectual cool  dirá lo siguiente:

"El descenso de temperatura es claramente notorio. En estos días el clima es tan impredecible como la lotería de circunstancias que es esta vida, nuestro espíritu socavado"

Fíjese el detalle de la palabra "espíritu" seguido de un adjetivo calificativo, queda como un duque. Es importante advertir además que todo tiene que ser triste, pesimista y existencialista. Si no sabe lo que significa existencialismo no importa, trate de no utilizar la palabra. 


2)  Vocabulario (calidad):  Ya explicado el aspecto cuantitativo del vocabulario, le explicaré la calidad del mismo. Recuerde un aspecto fundamental, el intelectual cool no tiene nada que decir, por ende va a disfrazar la nada misma con las palabras mas hermosas e incomprensibles del mundo. De este modo el hombre normal y terrenal no podrá entenderlo y, como consecuencia, su misión en el terreno del lenguaje estará cumplida. Simulemos una pequeña reunión dentro de la cual se encuentra nuestro intelectual cool:

"Que opinan sobre el nuevo papa?

Es fundamental que nuestro intelectual cool sea el antepenúltimo del grupo en contestar conservando una bella pose de observador de las opiniones anteriores.

También es importante que cuando llegue su turno exprese algo como lo siguiente:

"En mi humilde opinión considero que la lógica eclesiástica es absolutamente compleja e intrínseca. Puede decirse que su historia marca una tendencia muy interesante enmarcada bajo un contexto prefijado por intereses diversos que no obedecen a otra cosa mas que a la abstracción de la pura lógica eclesiástica"

Hermoso, la nada misma ha sido brillantemente disfrazada, ahora sí usted quedó como un genio. El reemplazo de la bellísima palabra "espíritu" por "abstracción" ( que en este caso cumple la misma función ) funcionó a la perfección. Vale destacar el rodeo de la respuesta, usted arranco diciendo nada y termino en lo mismo utilizando el mismo término "lógica eclesiástica". Vemos que la palabra "lógica" es portadora del mismo atributo que "espíritu"; si se une con un adjetivo calificativo el resultado no es otro que el orgasmo lingüístico mismo.


3) Deportes: Nuestro intelectual cool aborrece el fútbol  tal vez no lo haga y de hecho simpatice bastante con el deporte, pero si quiere ser cool debe odiarlo y despreciarlo. No solo negarse a practicarlo sino a evitar ver cualquier partido en grupo. Ante cualquier consulta de alguien usted contestará las siguientes frases:

"Si, puede decirse que soy de boca, pero no me gusta el futbol"

"Soy de boca, pero creo que todo es un negocio y me gusta invertir mi tiempo en algo mas interesante que ver 22 tipos atrás de una pelota"

"Me parece que el fútbol es alienante, no se como pierden tiempo en eso. Igual soy de boca"

"No, la verdad que el fútbol me aburre muchísimo, soy de boca por mi abuelo, pero la verdad que no me interesa ni un poco, ah hoy juega? no, no sabía"

Como verán es muy importante señalar que el intelectual cool es hincha del club Boca Juniors, como también es bueno que la critica a dicho deporte contenga una matiz filosófica y conspirativa. Para extender cualquiera de las respuestas vuelva al punto 1).

Existe una interesante variante que tiene que ver con cambiar el equipo por uno del barrio que milite en el ascenso. La especificidad lo alejará definitivamente no solo del carácter popular ( que tanto odia el intelectual cool ) del fútbol sino de la popularidad de los equipos denominados "grandes".
Ejemplo: Reemplace "boca" por "Comunicaciones", "Atlanta"; "Defensores de Belgrano"; "Ferro"



4) Cine y TV: Nuestro intelectual cool ama el cine de directores, es de valiosa importancia aprender nombres de directores. Ver las películas es lo de menos, lo importante son los nombres y utilizar frases como:

"El director x ( la x puede reemplazarse por Tarantino, los hermanos Coen, Scorcese u algún otro de nombre complicado) suele utilizar un ángulo de tomas brillante, la fotografía que tienen sus películas es fabulosa. Representa el espíritu adyacente de la simpleza del espíritu de sus creaciones."

Vemos en este ejemplo la nada misma, la palabra "espíritu" al cuadrado y la observación de detalles con los cuales su interlocutor quedará fascinado
Con respecto a la TV, nuestro intelectual cool odia todo lo popular, todo lo que sale por canales de aire y todo lo que cause risas en el publico. El solo vé I SAT, mucho I SAT. Canal Encuentro, Incaa TV y canal 13, pero a escondidas y con el volumen bajo.


Esta fue nuestra primera entrega, quédese tranquilo que hay mucho mas ( Alimentación del intelectual, visión política del intelectual, vestimenta del intelectual etc. etc.. ). Por lo pronto me despido con un consejo para arrancar: Hágase un blog y búrlese de los intelectuales.




Guille












viernes, 8 de marzo de 2013

Leyendo entre líneas


Su silencio es terciopelo
o varios otros ejemplos de cursileria
sutil o no.
las sospechas de esos ojos
abstraidos como pocos
me hechizan en ocasiones
a través de circunstancias
sin mayores argumentos que un
hoy tan ayer, demasiado ayer.
es, sin embargo, el ejemplo
revolucionario de una sonrisa
mas tierna que esos amaneceres u
ocasos conmovedores
solo basta con sentirla para
advertir de que les estoy hablando
dados tirados caballos salvajes
exilios en avenidas principales
todas excusas para escucharla
o cantarle susurrando al oido
demorando afinaciones hasta donde me permita
a través de una caricia que goza ese mundo
sin sufrir ni advertir el mundo real.


Guille

viernes, 1 de marzo de 2013

Yo en su cabeza


"Contraventanas cerradas. El polvo de un yo anterior, que vacía el espacio que no lleno. Esta luz que crece en un rincón del cuarto, adonde todo el cuarto se ha movido." Paul Auster



Creo que hace frío afuera. Las veces que me expulsaste con violencia salí muy desabrigado y lo sufrí bastante. Menos mal que generalmente sucede la misma secuencia: mientras me empujaba tu mano derecha, con la izquierda me tomás de un tirón para que me quede un rato más. Básicamente es el equilibrio del frío de la despedida y el calor del "tal vez". Y así pasan mis días, soy un ente tironeado entre el adentro y lo otro, aquello que ni siquiera quiero nombrar.

La frontera la conozco de memoria, está repleta de otros que quieren entrar. Los miro desde adentro como intentan trepar los muros de tu imaginación tratando de entenderte y de llegar. En parte los compadezco porque estuve en sus zapatos, intentando llegarte. Pero en un principio mi entrada fue mas sencilla, casi triunfal te diría. No hubo desfile ni agasajo, pero si una puerta abierta que me invitaba a pasar con el fin de, al menos alejarme del frío y la tormenta. En esos tiempos era casi un visitante ilustre, con placa y todo.

Ni bien llegué, hice lo que siempre hago cuando ingreso a un lugar nuevo; Miré absolutamente todo en silencio. Debo confesar que lo que vi en un principio me volvió loco, sentí que ese espacio que me alojaba era una cabaña de un lugar hermoso, sin rutina, sin horario, sin frío, vacaciones del mundo. Vi libros, música, cuadros, sensaciones interesantes y promesas... muchas promesas. Tal vez ese fue el problema, creo que dejé demasiado equipaje, mas del permitido supongo, porque de a momentos me llegaban tus cartas documento invitándome amablemente a desalojar inmediatamente el inmueble, luego te retractabas, luego me desalojabas, luego me tironeabas como al principio, luego me expulsabas como al final...

Y así pasaron los días, intentando descubrir en corto plazo todo lo posible para quedarme y vos, oscilando entre echarme y darme la suite presindencial de tu mente.

Es una espera que por momentos desespera e incluso me lleva a buscar y encontrar otros hogares, algo mas simple y acogedor que esta circunstancia, que este suelo que tiembla todos los días pero que nunca termina de derrumbarse.

Lo mas simple en este caso sería simplemente mandarme a mudar a mi mismo, lejos de acá, lo mas lejos posible. Pero hay algo que me retiene, que nos retiene. Tal vez sean estas letras a las cuales tomamos de rehén para decirnos lo que cara a cara nos cuesta horrores. O probablemente ese algo no sea otra cosa más que la frágil certeza de que "algo" puede pasar. Y si ese "algo" nos arrebata la rutina, nos cambia los domingos por sábados, nos entrega besos en lugar de lágrimas, caricias en lugar de indiferencias, letras en lugar de números, poemas en lugar de contratos, tal vez valga la pena el tironeo la confusión el frío la paciencia, la espera.

Tal vez valga la pena quedarme simplemente un rato mas. O tal vez no. O tal vez...


Guille

martes, 29 de enero de 2013

El Fin de la Lágrima

 
 
 
"Vas por la calle llorando lágrimas de oro..."
 
 
 
 
Comienza como un torrente. Un vomito de angustia al presente que parece el epílogo de la tristeza, de esa crisis, de tu crisis. Pero no, el llanto no es otra cosa que el principio, por ende es desde este momento, y no otro, donde tengo que contarte que es lo que puede pasarte, que es lo que te pasa.
 
Obviamente no cuento con otra arma mas que mi imaginación para inferir esta porción de tu vida que te hace llorar.
 
Un segundo antes que la primer lágrima salga recordaste ese acontecimiento que vos saber usar como herramienta para que sea la gota que derrame el vaso y a su vez, la que le abra la puerta al restante millón de gotas. Sabés llorar, no te digo que tenés un master en la materia pero claramente poseés un virtuoso entrenamiento. Por eso es que ese, el último recuerdo es el que siempre te salva cuando necesitas gritarle en silencio al mundo que lo querés asesinar a golpes, que la realidad te está estafando y no entendés por que.
 
Se va la primera lágrima de la noche y aparecen otras, pero en realidad no. Es la misma lágrima multiplicada, la misma angustia líquida. Es la ctistalización de esa caricia que te falta (o que te sobra)
Porque sabés que hay cuerpos que hacen fila para tener el tuyo, pero también sabés que no te alcanzan, que tarde o temprano se quedan en el camino.
Son los recuerdos que no están,.las bodas anuladas, los pactos incumplidos. Son las palabras que no podés decirle, porque no sabés, porque preferís ahogarte en esas lágrimas. Es en este momento en el cual te acomodas al dolor de un modo tan placentero que asusta.
 
La lágrima continúa, su recorrido conlleva los pasados en los que sonreías y los presentes que son como piedras en el zapato. Pero lentamente cede. Hay una calma, no sabes si es la antesala de un temporal o la calma real.
 
La lágrima se muere ante el recuerdo de una sonrisa, sea la que sea. Una sonrisa te dice basta, y de a poco comenzas a ver con buenos ojos (que ya no lloran)la idea de hacerle caso.
 
El fin de la lágrima es la culminación de la crisis, encontrarle la vuelta a este lío y, si es necesario mandar a la mierda también a los únicos héroes, los canallas, los agentes de la estafa.
 
El fin de la lágrima es decirle a todos que griten lo que quieran, que te importa un carajo, que vos sabes llorar, claro está, pero también sabes reír. Esa risa que hechiza hasta al mas concentrado de los escépticos y se rie incluso de si misma. Vos lo sabés.
Y sabés además, que esa risa hace llorar a las penas,los dolores, las injusticias y a todas, pero todas las lágrimas juntas del mundo.
 
 
Guille
 
 
 
 


lunes, 28 de enero de 2013

Compasión

"No hay nada más pesado que la compasión. Ni siquiera el propio dolor es tan pesado como el dolor sentido con alguien, por alguien, para alguien, multiplicado por la imaginación, prolongado en mil ecos"

M. Kundera